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divendres, 23 de gener del 2015

Riga

Desde siempre me habían llamado la atención los tres países bálticos. En muy pocos años hicieron una transición exitosa desde una economía soviética centralizada en las decisiones de Moscú a una economía socialdemócrata independiente. Tan exitosa fue que los tres ya están dentro del euro y sus economías crecen con robustez tras el parón de tres años debido a la crisis financiera global. Pero además, fueron naciones que conservaron sus lenguas y tradiciones a pesar de la política activa de rusificación que se les impuso tras segunda ocupación soviética de 1940 a 1991.

El caso es que gracias a Ryanair pude escaparme con unos amigos a visitar Riga, la capital de Letonia, "el pequeño París del norte". Llegamos de noche y muy abrigados, pensando que las temperaturas sería de alrededor veinte grados bajo cero. La primera sorpresa fue una temperatura fría pero seca que era fácilmente combatible con la misma ropa que llevamos en Bélgica. La segunda sorpresa fue el alojamiento: por el mismo precio de un hostel en París o Londres habíamos alquilado un agradable apartamento para seis personas en el "Ensanche" de Riga, el barrio art-nouveau del siglo XIX donde ahora se encuentran las tiendas más exclusivas y muchos de los restaurantes y clubs de moda. Tras instalarnos salimos a cenar a Vecriga, el centro histórico de la ciudad, que estaba a quince minutos caminando. Como ya era bastante tarde, no encontramos el restaurante de comida típica pero acabamos en un sitio muy agradable: el Pacho Music Café, que sirve comida de buena calidad a precios competitivos así como estupendos y enormes cócteles. Pedimos una tabla de buenísimos quesos letones para compartir (me encantó uno ahumado) y personalmente degusté un filete de cerdo en salsa de frambuesas muy rico. 

Al día siguiente, como habíamos estado de fiesta y de cócteles, decidimos ir directamente al brunch. Gracias a la recomendación de un compañero letón en el master, lo hicimos en uno de los locales más en boga de la ciudad: el Kanna Café. Allí disfrutamos del acogedor local y su variado y delicioso brunch con platos y productos recién hechos por los cocineros que se encuentran a la vista y constantemente en los fogones. Muy recomendable. 

Una vez satisfechos, empezamos a pasear por Riga, recorriendo el elegante bulevar de la libertad que acaba en el Monumento a la Libertad. El monumento se levantó en el emplazamiento de la antigua estátua al zar Pedro el Grande. Fue en 1935, a partir de donaciones privadas, que se construyó el nuevo símbolo de la nación letona, con la estátua femenina de "Milda" en lo más alto de la columna. Su inscripción "Por la patria y la libertad" adquirió renovado sentido en 1987 cuando más de 5,000 personas se reunieron a su alrededor de forma ilegal para recordar las deportaciones estalinistas. Desde entonces, todos los días se encuentran allí flores frescas de colores rojo y blanco, recordando a las víctimas de uno de los peores dictadores del siglo XX. Cuando hace buen tiempo hay dos guardias que vigilan el monumento.

Admiramos el bello Teatro Nacional de la Ópera, del que Richard Wagner fue director durante dos años y nos internamos en Vecriga, el casco viejo de la ciudad. Llegamos a la plaza de los Letones (Livu), que cuenta con una afamada pastelería en el centro. No se pueden dejar de ver las estátuas de gatos encaramados en las torres art nouveau de la Kaku Maja (casa del gato). A través de la calle Skarnu llegamos a las iglesia de San Pedro, tal vez con el capitel más bello de la ciudad. Destruído en diferentes ocasiones desde 1660, el actual es una reconstrucción reciente ya que los rusos lo volvieron a destruír para usar la iglesia como teatro. En el sobrio interior había una interesante exposición sobre el ganchillo, su historia, significados y diseños de diversos artistas letones. Subimos también a lo alto de la torre con el ascensor, desde donde pudimos admirar la parte antigua de la ciudad mientras empezaba a nevar.

Seguimos paseando por las heladas callejuelas, admirando la combinación de edificios medievales con otros más recientes de estilo art nouveau. Nos dirigimos hacia la plaza de la Catedral, para admirar su imponente y austero diseño. Luego nos metimos en el Museo de las Barricadas (es difícil encontrar la pequeña puerta de entrada, en la calle Kramu número 3). Este museo está dedicado a los letones que en 1991 acudieron desde todo el país para defender el Parlamento ante la amenaza del Ejército Rojo. Crearon barricadas con bloques de cemento, con camiones, autobuses, tractores, árboles... El museo cuenta el difícil proceso que sufrió el país para independizarse de la Unión Soviética. Hay recreaciones de las barricadas y fogatas construídas en las calles de Riga, numerosos objetos originales y un interesante documental.

Al salir empezaba a oscurecer y hacía bastante frío. Llegamos de nuevo a los alrededores de la Ópera y recorrimos los bellísimos jardines que rodean el canal, cubiertos de nieve y con el agua congelada a la que desafiaban algunos patos. La verdad es que esa zona es bellísima, con el parque limpísimo, rodeado de elegantes bloques de edificios decimonónicos. En mitad del parque, detrás de la Ópera, se encuentra una de las teterías más agradables de la ciudad: Apsara. Situada en una pérgola de madera, su segundo piso con sofás mirando a los jardines es perfecto para relajarse y charlar de todo un poco durante una fría tarde invernal. Aunque las camareras son algo rudas, los más de cincuenta tipos de té (que podéis oler antes de elegir) así como el surtido de pasteles y galletitas tradicionales, hacen de este uno de los establecimiento más populares de la ciudad. 

Tras el té y el descanso nos entró el hambre, así que nos dirigimos a cenar a la cadena de comida más famosa de Letonia: Lido. Con varios locales en el país (nosotros fuimos a la sucursal de Elisabetes con Terbatas), Lido propone un self-service de gran calidad con varios platos típicos letones a precios más que asumibles. Y la verdad es que lo probamos casi todo:  los pelekie zirni ar speki (unas legumbres negras con carne ahumada) estaban para morirse. De lo contrario, los kartupelu pankukas ar skabu krejumu (unas tortitas de patata con crema agria) eran algo pesadas. Una ensalada muy buena en forma de cuadrado es la silke kazoka, a base de arenque, huevos, patatas, remolacha, zanahorias y mahonesa. También pedimos unas sasliks, salchichas de cerdo con un toque anisado. Para acompañarlo todo se come kiploku grauzdini, un pan negro frito remojado en ajo y aceite, lo más letón que existe. De postre tomé la tradicional maizes zupa, unas gachas dulces de avena mezcladas con pan negro y frutas secas servido con nata montada. Muy consistente, es una especie de budín negro.  

Bastante llenos volvimos al apartamento a descansar un poco y prepararnos para descubrir uno de los locales más chic de la noche de Riga: el Balzamsbar. Se trata de un pequeño local con un buen DJ donde acuden jóvenes profesionales a bailar y charlar mientras disfrutan de los cócteles, muy bien hechos y todos con el ingrediente estrella del país: el bálsamo negro. Este licor de 45 grados fue creado por el farmacéutico Abraham Kunze. Su receta está celosamente guardada ya que sigue siendo monopolio de un productor: de los 14 ingredientes utilizados sólo se conocen la cáscara de naranja, la corteza de roble y la flor de tilo. 

Al día siguiente volvimos de nuevo al Kanna Café para el brunch (vale la pena) y de ahí paseamos por el bulevar Raina (o de las embajadas recuperadas) donde destaca la francesa, situada en una residencia aristocrática original del siglo XIX. En otro de los palacios del paseo se encuentra el Museo de la Ocupación. Es una pena que la exposición permanente esté cerrada (debido a una renovación). Sin embargo, la exposición temporal también merece la pena para aprender más sobre las ocupaciones rusa, nazi y soviética, por ese orden, que sufrió el pueblo letón durante el pasado siglo. Hay un vídeo con testimonios de supervivientes de los gulags que son escalofriantes.

Al salir, dimos un largo paseo por las calles Alberta y Elizabetes, que concentran un gran número de edificios  Art Nouveau. De hecho, el centro de Riga consiguió la condición de patrimonio de la humanidad UNESCO por tener la mayor concentración de edificios de este estilo en el mundo. Las abigarradas fachadas que combinan blanco y colores pastel muestran fabulosos animales, grandes caras, motivos florares o dioses clásicos bailando con musas. Muchos de estos edificios fueron obra de Mikhail Eisenstein, arquitecto judío alemán nacido en San Petersburgo (padre del famoso cineasta Sergei Eisenstein) que desarrolló su carrera en Riga. En este barrio tan señorial me llamaron la atención la fachada del número 13 de Alberta, un bloque de apartamentos casi palaciego, con sus dos puntiagudos torreones y caras gigantes gritando. Saliendo de la calle Alberta llegamos a Elizabetes, donde la bellísima escuela de derecho de Riga, en el número 10b, destaca por su iluminación y sus azulejos azul eléctrico así como por las musas que sostienen coronas de laurel. 

Lamentablemente ya no nos quedaba más tiempo, así que fuimos por las maletas y nos dirigimos al aeropuerto. Finalmente, al ir a tomar el avión de vuelta, es importante saber que todos los que vuelan con Ryanair deben pagar un impuesto extraordinario de 7 euros al aeropuerto. Antes de embarcar compramos varias botelles del mítico bálsamo negro letón.

Me dejé sin conocer el popular mercado central de Riga, su moderna Biblioteca Nacional o la soviética Academia de las Ciencias. Tal vez siga el consejo de muchos taxistas y vuelva a esta maravillosa ciudad en verano, para acabar de disfrutarla. Riga es, sin duda, la escapada urbana perfecta (e incluso romántica) para un fin de semana diferente, a precio asumible y con mucha elegancia. 

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